Uno de los rasgos distintivos de la filosofía actual es la presencia de mujeres entre sus figuras más destacadas e influyentes. Se confirma que el pensamiento filosófico, que se ocupa de lo que a todos nos concierne, no es cuestión del sexo masculino, sino del ser humano en general. La alemana Hannah Arendt (1906-1975), nacida en Hannover, fue discípula de Husserl, Jaspers y sobre todo de Heidegger, con quien mantuvo una secreta y apasionada relación amorosa (a pesar de ser judía, lo que le valió su detención por la Gestapo y verse internada en el campo de concentración de Gurs). Huyó luego a Estados Unidos, se nacionalizó norteamericana y allí vivió, escribió y enseñó hasta su muerte en Nueva York.
Arendt es sobre todo una gran pensadora de la política. Según ella, la práctica totalidad de los filósofos- empezando por el mismísimo Platón- no han reflexionado sobre la política sino sobre el final de la política, es decir, sobre cómo vernos libres de esa molestia: las utopías, el orden perfecto del mundo, la armonía definitiva entre los humanos o el poder sin límites de Leviatán son formas de intentar poner punto final a la acción política, que sin embargo es una dimensión polémica pero necesaria e incesante de la actividad humana. La política es un componente indispensable de la condición humana (así se titula una de sus obras más destacadas) y el campo de ejercicio de la libertad, no una búsqueda transitoria de algún tipo de estabilidad que nos libre por fin de esa zozobra.
La tradición- desde Aristóteles- es considerar la vida contemplativa como superior a la vida activa. Pero Arendt cree que, socialmente, la importante es la segunda. Hay tres formas de actividad humana: la labor (el cuidado del propio cuerpo, de la casa, el mantenimiento rutinario de la vida), el trabajo (la producción de bienes de consumo y de herramientas) y la acción, es decir, la interacción entre los humanos y su toma de decisiones respecto a la vida en común; o sea, la política en su sentido más amplio. Es en la acción humana cuando el hombre ejercita realmente su libertad, pero no como ser-para-la-muerte al modo heideggeriano, sino hacia la procreación de nueva vida, es decir, hacia la natalidad. Los seres humanos vivimos no para morir- aunque todos muramos-, sino para dar a luz.
Su gran libro El origen del totalitarismo es una obra pionera donde estudia minuciosamente, además del antisemitismo y el imperialismo, la forma totalitaria de poder que había aparecido en Europa con los bolcheviques y el estalinismo primero, y luego con el nazismo. Lo propio de los regímenes totalitarios es aprovechar la renuncia de la masa a su derecho y deber de hacer política, esenciales para el funcionamiento democrático. Anestesiados por una tecnología que hace la vida cómoda y apática, los hombres modernos renuncian a sus obligaciones cívicas y se dejan arrastrar por tiranías burocráticas que primero los manipulan y después los condenan a la desaparición: “El totalitarismo no busca un gobierno despótico sobre los hombres, sino que busca un sistema en que los hombres lleguen a ser superfluos”. Arendt fue enviada por una gran revista norteamericana a Jerusalén para cubrir el proceso del nazi Eichmann, ejecutor del exterminio judío. En sus crónicas sobre este juicio, muy polémicas y malentendidas, Arendt habló de la “banalidad del mal”, es decir, de un tipo de criminal sin conciencia de serlo que actúa por simple obediencia borreguil a la autoridad superior, tras haber renunciado a su auténtica calidad humana de ciudadano política y moralmente responsable.
(Fernando Savater. Historia de la Filosofía. Sin temor ni temblor. Editorial Espasa. Madrid. 2009)